jueves, 17 de julio de 2008

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Tenía que hacerle la biblioteca al ingeniero del mismo modo en que ya era capaz de sentirme como si tuviera una para pensar y con toda probabilidad de romper con mi sierra eléctrica una docena de escritorios que estaban dentro de un sobre.

Y con un pasillo sobre el cajón justo en frente del despacho de los empleados.

Por el corredor de mi chaqueta hacia la biblioteca salí al vestidor de algunos maniquís y me senté a pensar en la puerta que me saludó al reconocerme cuando entre por el corredor de mi chaqueta hacia la biblioteca.

Pensé como los pensamientos de John al detener un taxi cuando sale de la biblioteca cuando casi nunca los suele coger para regresar a casa.

Después me puse a contemplar el sobre en donde estaba la docena de escritorios.

No se imaginan lo mucho que quería acostumbrarme a salir intrigado comenzando el almuerzo pero este día era un coche nuevo y además vivía en un lujoso cadáver.

Lo que hiciera en este día tenía que costarme por lo menos que le dijera al taxista que me permitiera masturbarme y acabar en el asiento de cuero marrón pero la timidez de papeles llegaba hasta la acera y no le pude decir nada.

¿Qué habría precipitado el trabajo y la instrucción antes de enviarme el sobre?

Carlos recorrió mi cuerpo brincando con una inyectadora hasta mi oído y en secreto me explicó que me había enviado el futuro, que estaba allí mismo.

- En el sobre…-. Susurró con carisma.

Miré a mí alrededor y me di cuenta del riesgo que existía en compartir el secreto con el que estuviese leyendo la historia.

Rasgué el extremo del sobre y aquellos pocos escritorios naturalmente podrían ser lo que iba a suceder en cualquier momento.

Como unas profecías.

Coincidí que si Crowley me llamaba podría suceder, sencillamente, que se me parara, y sin costo alguno masturbarme y acabar en el asiento de cuero marrón sin siquiera avisarle al chofer.

Pero tenía la segunda noche de la mañana…

Sin embargo, lo que nunca volvería asustar al chofer era que sabía que no lo volvería hacer.

Porque había acabado sobre su cabeza.

Pero solo podía haber un hombre inteligente. Sabda Benjamin Graves.

Un hambriento y agradable hombre de negocios.

Todo el millar de empleados chantajeados. Los contemplo con inpila. Como si fuese un criminal la persona a quien extorsionaba.

El taxi había llegado a la Z de la compañía Graves Manufac.

Se alineaba en la calle, entre el gran Padre blanco de nocturnos restaurantes de la sociedad y el epitome del éxito de un trago.

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